En el sufrimiento ajeno ¿cuál es nuestra responsabilidad?

Pablo Picasso Guernica

Estos días, (migrantes muertos en el Mediterráneo, niños esclavos explotados en las minas del coltán, pobres sin techo en las grandes urbes) en los que el dolor sufrido por muchos de mis semejantes, golpea mi conciencia y esa mezcla de indignación e impotencia me hace avergonzarme muchas veces de pertenecer al género humano, y replantearme que estoy o no estoy, haciendo yo, hasta donde llega mi responsabilidad en todo ese sufrimiento,(trabajo para mayor contradicción en una fábrica de armas y aunque no sean fusiles lo que fabricamos sino buques, y además ignore, si alguna vez se han utilizado para ese fin, lo cierto es que podrían utilizarse).

Interior de un tanque

Hace años, incluso pensé dejar la empresa que al final se ha hecho parte de mi vida, aquellos momentos emocionales, cargados de un ingenuo voluntarismo, dieron paso al sentido común y a la realidad de mis obligaciones familiares y pronto desistí de esa idea. Siempre he vivido en esa contradicción. Pero resulta que he sido consciente que cuando ha mejorado más mi situación, (mejor casa, mejores alimentos, más comodidades etc.), en alguna parte del mundo, para otros ha empeorado. Y cuando consumo determinados productos, desde un par de zapatos a un artículo informático, o una simple fruta, siempre ha acudido a mí la pregunta ¿no estará ligado este consumo al sufrimiento de alguien?

Entonces me pregunto: ¿cuál es mi responsabilidad en todas esas situaciones de destrucción y de miseria de mis semejantes?, ¿cuál es nuestra responsabilidad?, mi postura personal ¿cambiaría algo la situación?, ¿es moralmente aceptable esta situación?, ¿debería de hacer algo para cambiarla? y si es así ¿qué hago?

Carlos Fernández Liria publica en Rebelión un artículo titulado ” Los diez mandamientos y el siglo XXI”, en el que pone el dedo en la llaga en esta cuestión y da la respuesta:

“…En general vivimos en un mundo tan complejo desde un punto de vista técnico y estructural que todas nuestras acciones, incluso las más aparentemente insignificantes, tienen unos efectos colaterales imprevisibles. Dicho brevemente: estamos sumidos en una situación en la que no hay manera de saber lo que estás haciendo cuando haces lo que haces. Por supuesto, en estas condiciones, la voz de la moral no sabe a qué atenerse.

Es demasiado complejo distinguir entre el bien y el mal.

Voy a poner un ejemplo. Tengo aquí unas páginas de El País. Son del 2 de septiembre de 2001, publicadas a todo color en la sección de los domingos. La gente debió de leerlas mientras lavaba su coche o desayunaba con su familia, a la salida de misa o durante una comida campestre.

La cultura de las armas Quizás sintieron que su conciencia caía en un abismo ético… o quizás no sintieron nada. No se trataba de un panfleto de extrema izquierda, de esos que se leen con escepticismo. Era El País, un reportaje sobre la guerra del Congo, por cierto, que muy bueno, de esos que se cuelan de vez en cuando en los medios. El titular de la noticia decía: “Según Naciones Unidas, el tráfico ilegal de coltán es una de las razones de una guerra que, desde 1997, ha matado a un millón de personas”. En las minas de coltán en la República Democrática del Congo, se nos decía, trabajan niños esclavos. Los ejércitos de Ruanda y Uganda se disputan el tráfico de este mineral sumiendo el país en una guerra civil en la que nadie quiere pensar. El caso es que este mineral es vital para el desarrollo de la telefonía móvil y de las nuevas tecnologías. Por ejemplo, la escasez de este mineral había provocado otro efecto dramático: la videoconsola Playstation 2 tuvo que posponer su lanzamiento al mercado, provocando grandes pérdidas de beneficios a la casa Sony.

Mirado fríamente, es insólito que eso salga un día en El País y al día siguiente todo siga igual. Es incluso enigmático. El otro día decían (también en El País) que los muertos de la guerra del Congo se calculan ya en cuatro millones. Mientras tanto, la videoconsola Playstation 2 ya se quedó anticuada y los móviles siguieron desarrollándose vertiginosamente desde ese domingo en que salió la noticia.

Refugiados

No es fácil saber hasta qué punto tenemos las manos manchadas de sangre cada vez que llamamos por el móvil o que nuestro hijo juega a la videoconsola. Sin duda que estamos metidos hasta las cejas en el entramado estructural que genera esas guerras. Sin embargo, llamar por el móvil es llamar por el móvil, no matar a nadie. Y por supuesto, dejar de llamar por el móvil tampoco va a salvar la vida a nadie. El móvil, bien mirado, es un invento magnífico ¿quién puede negarlo? Si cuando llamo por el móvil estoy teniendo una oscura e imprevisible relación intangible con no sé qué conflicto sangriento de África, la culpa, desde luego, no la tiene el móvil, ni yo por utilizarlo. No podemos evitar ser piezas de un engranaje muy complejo, en el que todo está ligado entre sí por caminos imprevisibles que nadie ha decidido. Esta complejidad, es cierto, hace que, nunca podamos estar seguros de lo que estamos haciendo cuando hacemos lo que hacemos. Nunca podemos estar seguros de los efectos indirectos de nuestra acción directa.

El negocio de las armas

En un mundo en el que las estructuras son mucho más inmorales de lo que jamás pueden llegar a serlo las personas, la cuestión crucial no es saber en qué medida somos piezas de ese engranaje estructural o en qué medida podemos dejar de participar en él. Dejar de llamar por el móvil no vale absolutamente de nada y dejar de consumir Coca-Cola, de casi nada. Puede que negarse a trabajar en la industria del armamento valga para algo si se consigue que ese gesto sirva de propaganda a los programas políticos pacifistas. De lo contrario, ese gesto no sirve más que para que corra un puesto la lista de parados que esperan a trabajar en cualquier cosa y a cualquier precio. Retirar el dinero de una cuenta de BBVA si sospechas que esa entidad invierte dinero en la producción de armamento no sirve de nada si luego es para meterlo en el Banco de Santander, es decir, para confiar en el humanitarismo de alguien como Ana Botín. Y tampoco es buena idea esconder tu birria de sueldo debajo de una baldosa.

Talibanes de AfganistanLa verdadera cuestión moral es qué responsabilidad tenemos en que determinadas estructuras perduren y qué estaría en nuestra mano hacer para sustituirlas por otras. Es obvio que eso pasa por la acción política organizada y no por el voluntarismo moral que intenta inútilmente apartarse de la maquinaria del sistema. No es a fuerza de no mover las fichas o de moverlas lo menos posible como se consigue dejar de jugar al ajedrez, si eso es lo que se pretende. Para dejar de jugar al ajedrez y comenzar a jugar al parchís hay que cambiar de tablero. Si no, lo único que se logra es perder el juego, y el juego del ajedrez, no del parchís. No sé si se capta el mensaje: vivimos en un mundo tan inmoral que no tiene soluciones morales, aquí no valen más que soluciones políticas y económicas muy radicales.

Y la única cuestión moral relevante que todavía tenemos sobre la mesa es la de ¿qué tendríamos la obligación de estar haciendo políticamente para que el mundo dejara de jugar en este tablero económico genocida?

Mujeres guerrilleras Ejercito Zapatista

La cuestión no es la de si puedo beber menos coca cola o llamar menos por el móvil para participar lo menos posible en esta matanza.

La cuestión es cómo y de qué manera atacar los centros de poder que la generan.

Mi responsabilidad en la matanza no es la de llamar por el móvil.

Mi responsabilidad es la de aceptar vivir en un mundo en el que llamar por el móvil tiene algo que ver no sé con qué guerras en el continente africano.

Es el mundo lo que es intolerable, no nosotros.

Pero sí es intolerable que aceptemos de brazos cruzados un mundo intolerable…”.

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